Decía Gregorio Marañón que los celos son un “instrumento certero que destruye la libertad interior y elimina en la compañía toda la felicidad posible”. El ilustre médico español no es el único que ha dedicado palabras de agravio a los celos.
William Shakespeare bautizó a los celos como el “monstruo de los ojos verdes” y Miguel de Cervantes comparó estos con la calentura en el hombre enfermo, pues “tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta”. Los celos han gozado de mala prensa durante toda la historia, y pocos han visto en ellos algún aspecto positivo. Pero lo cierto es que los celos, además de ser inevitables, pueden ser beneficiosos, siempre que sepamos manejarlos de la forma adecuada.
Cuando decimos que una persona es celosa no siempre nos referimos a lo mismo. Hablamos de alguien que siente algún tipo de inquietud o sospecha respecto a la persona a la que ama, porque piensa que puede haber empezado a querer a otra persona. Pero los celos pueden incluir, además, un conjunto de sentimientos, como el miedo, la tristeza o la ira, que merecen ser analizados por separado. La realidad es que los celos, tal como explicó en 1947 el psiquiatra Boris Sokoloff, uno de los primeros estudiosos del tema, “no sólo están imbricados en la naturaleza humana, sino que son la emoción más básica y omnipresente en todos los aspectos de las relaciones humanas”. Todos los tenemos, pero no de la misma forma, ni del mismo tipo.
Clasificando los celos
En 2007, los psicólogos Robert Bringle y Robert Rydell, establecieron dos categorías de celos que, según explicaron en un estudio publicado en la revista Social Behavior and Personality, deben estudiarse por separado. Por un lado están los celos reactivos (reactive jelousy) que parten de componentes emocionales, y por otro los celos de sospecha (suspicious jelousy), que parten de componentes cognitivos y conductuales.
Los celos reactivos aparecen como reacción a un comportamiento de nuestra pareja que nos parece reprobable. De alguna manera, se trataría de unos celos “justificados” que aparecen si, por ejemplo, pillamos a nuestra novia flirteando con otra persona. Estos celos reactivos, según explican Bringle y Rydell en su estudio, son más fuertes en las parejas con fuerte interdependencia y una gran confianza mutua. Hacen que nos sintamos traicionados pero, no dejan de ser algo positivo, pues, si tras sentirlos logramos hablar de ello con nuestra pareja, la relación saldrá fortalecida. Al fin y al cabo, el sentir un celo reactivo, no deja de ser algo positivo, pues significa que realmente sientes algo por la otra persona.
Los celos de sospecha, por el contrario, aparecen sin la necesidad de que haya una indicación real de traición, o infidelidad, y no son tanto un problema de pareja, como de la persona celosa, que suele tener inseguridad, ansiedad o baja autoestima. Se trata de los celos que debemos evitar, en la medida en que no responden a una realidad, y son los más peligrosos para la pareja –los otros son más sinceros: se pueden solucionar, o no, pero entran dentro de la “normalidad”–. Distinguir entre uno y otro es vital, en la medida en que los celos reactivos están justificados, y los de sospecha no. Hablar de esto con nuestra pareja es la única manera de acabar con el problema.
¿Un mecanismo evolucionista?
Como es habitual en todos los temas relativos al amor, la corriente evolucionista trata de explicar la aparición de los celos como un mecanismo biológico orientado a la preservación de la especie. En un estudio publicado en julio en la revista Philosophy & Technology, el investigador del Oxford Uehiro Centre for Practical Ethics Brian Earp, asegura que los celos cumplen una función positiva para nuestra especie, pues logran que las familias permanezcan unidas y los padres se centren en la crianza de los hijos. Los celos, explica, liberan oxitocina, la célebre “hormona del amor”, cuya administración artificial podría ayudar a salvar a los matrimonios en peligro.
Los celos no solo son de distinto tipo, además, aparecen por distintos motivos en hombres y mujeres. Los hombres son mucho más celosos respecto a la infidelidad sexual –el ver que su pareja podría estar teniendo relaciones sexuales con otra persona–, pero no les importa tanto la infidelidad emocional –el pensar que su pareja ya no les quiere–. En las mujeres ocurre justo lo contrario, no soportan la infidelidad emocional, pero son más permisivas con la infidelidad sexual.
La teoría predominante explica esta diferencia a través de nuestros orígenes evolutivos. Los hombres habrían aprendido a lo largo de la historia a ser más recelosos en cuanto a las relaciones sexuales de sus parejas, pues no tenían la certeza de saber si realmente eran padres de sus hijos. Por el contrario, las mujeres se preocupan mucho más de tener una pareja que se encargue del sustento de la familia, y no les preocupa tanto lo que pueda estar haciendo ésta en su tiempo libre.
Al margen de las teorías evolucionistas –que siempre tendrán defensores y detractores–, lo que parece claro es que sentir celos es, en la mayoría de los casos, algo natural, y no necesariamente negativo. Los celos nos hacen darnos cuenta del valor real que tiene para nosotros la persona con la que estamos compartiendo nuestra vida, y sirven, además, para alertarnos de las amenazas que pueden surgir en el transcurso de la relación. Si vemos los celos como una motivación, que nos lleve a tomar medidas para fortalecer nuestra relación, serán algo positivo. Si por el contrario, nos obsesionamos y nos volvemos cada vez más inseguros, pueden conducirnos a actuar de forma injusta, e injustificada, con nuestra pareja. Todo depende de cómo interpretemos nuestras emociones.
(FUENTE: elconfidencial.com)
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